Don Bartolo ya pasaba los 80 pirulos y aunque nadie sabía por exactamente por cuantos las referencias que nos daba nos permitía imaginar que por unos varios otoños.
Su sangre era la típica del vitalicio de platea, tan infaltable como contrera. Un verdadero cultor del que “todo tiempo pasado fue mejor”. Don Bartolo era de esos que en la cancha no expresan su amor de manera explícita, sino por el atajo del rezongo permanente.
Era socio del Deportivo Unidos de Navarro desde que se acordaba, siempre nos contaba que su padre y su tío se disputaban el honor de haberlo asociado al club, aunque las lenguas del pueblo siempre dijeron que había sido su Tía Isadora, mientras flirteaba con el Secretario de actas del club.
Desde su platea, siempre la 57 desde que había llegado a vitalicio, había visto las mejores campañas del Deportivo, también las peores, desde allí vio jugar a cada una de las glorias, algunas ya adivinadas por él desde la reserva, y se cansó de hacerse malasangre con los pataduras que la directiva compraba en tiempos de vacas flacas.
Hay que decirlo, Bartolo no faltaba un solo domingo, algunos le atribuían esa constancia a su amor incondicional por el celeste y azul, otros, sus detractores, hartos de sus rezongos permanentes, lo relacionaban con que no tenía una mierda que hacer en su casa.
Lo cierto, en rigor, era lo primero, lo segundo eran comentarios que se aderezaban con lo que el propio Bartolo decía de su insufrible esposa.
Lo de cada Domingo era una rutina, con sándwich de bondiola, bajado con tinto y soda en la parrilla de Ernesto en la esquina de la cancha, llegada temprana al estadio, reserva, donde siempre soñaba con descubrir a algún ídolo del futuro, charla con los de la 56 y 58 y después si, esos 90 minutos, de sufrimiento insalubre sin importar la trascendencia de lo que se jugaba.
Y aquel domingo de mayo no fue tan distinto, aunque todos sabían que ese día Casimiro Iniesta no estaría en el banco con su inconfundible camiseta Nº 7. El 7 bravo, el loco Iniesta había sido transferido a otra Liga, una liga menor y más acorde a sus posibilidades y las de su rodilla y solo saldría antes del partido para recibir sus últimos aplausos y despedirse definitivamente de sus hinchas.
Bartolo llegó, se sentó y permaneció inmóvil durante la reserva, era increíble, no insultaba a los pibes, no los vilipendiaba ante cada yerro, y hasta hubo goles que no gritó, el arbitro salió indemne de su ya a apagado vozarrón. Mudo, con los ojos como cristalizados. Tan rara era su actitud que los demás plateistas lo miraban, la barra llegó y, en vez de colgar los trapos, también miraban la platea Norte confundidos. El Chango Gutiérrez, DT de la reserva, cada tanto miraba para arriba para confirmar la presencia de Bartolo, y Bartolo estaba, pero mudo. Saverio Benet el 3, acostumbrado a surcar el lateral oyendo un sinnúmero de insultos para él y encargados para que repartiera entre sus compañeros, no lograba concentrarse ante tamaña falta.
La reserva terminó y, si bien los pibes ganaron, se fueron al pequeño vestuario en silencio, se preguntaban si lo habían visto, al que lo había visto le preguntaban si estaba seguro…
Y así nomás, a 10 minutos de empezar el derby del pueblo contra Expósitos Navarrenses asomó la rubia cabellera de Casimiro Iniesta. No bien pisó la cancha Tulio, el del buffet, le acercó un micrófono para que hablara. Y Casimiro habló, se emocionó y emocionó a todos. Mientras hablaba la gente coreaba Casimiiiiiiro, Casimiiiiiiiiro… y el loco se quebró, tiró a la mierda el micrófono y levantó los brazos, apuró el paso al vestuario y se fue para que nadie lo viera llorar, por el camino se cruzó con sus compañeros, los saludó a todos, incluso al DT, Lisandro Perez, el que lo había borrado.
El arbitro pitó y el partido empezó, como siempre con la pierna fuerte que en rigor marcan los clásicos como estos, el griterío se hizo infernal y la cancha toda se olvidó de Iniesta que, para ese entonces, ya estaría saliendo para su casa donde lo esperaban los dirigentes del Central Ferroviario, su nuevo club para hacer los papeles. Pero Bartolo seguía mudo, con los ojos brillosos y ni había encendido su primer cigarrillo, cosa que por años había hecho ni bien sonaba el silbato.
Hasta que Bartolo habló.
- Me voy pibe – dijo.
- ¿Cómo Bartolo?, ¡si recién empieza!, no joda.
- No pibe, me voy, le hicieron un homenaje de mierda, chau.
- Pero vamos es un clásico contra los patas de lana estos, vamos Bartolo ¡no hinche las pelotas!
- Te dije que me voy, pibe, ¿qué querés? ¿que me de un bobazo? Estoy mal fue una mierda. Chau.
Y Bartolo bajó las escaleras de madera podrida, caminó hasta las vías y encendió el pucho, echó una puteada al aire y se permitió llorar un poco, por dentro le pidió perdón al loco Iniesta por putearlo el día que debutó contra Sporting Gallegos y tiró un penal a las nubes…si lo querría a Casimiro, lo del homenaje fue una excusa, pero lo del bobazo era cierto. Su corazón podía resistir los resultados del fútbol pero no los de los sentimientos, ni Bartolo ni su corazón podrían resistir ver aquella silla, la tercera empezando de su izquierda, vacía, la del almohadoncito, la que desde hacía cinco años ocupaba cada domingo, solamente el Loco, Casimiro Eliseo Iniesta.